jueves, 12 de abril de 2012


"De la manera que habéis recibido al Señor Jesucristo".
Colosenses 2:6
La vida de fe está representada como recibiendo, un acto que implica exactamente lo opuesto a algún mérito. Es simplemente la aceptación de un don. Como la tierra absorbe la lluvia, como el mar recibe los ríos, como la noche acepta la luz de las estrellas, así nosotros, no dando nada, participamos gratuitamente de la gracia de Dios. Los santos no son, por naturaleza, manantiales, o corrientes, ellos son sólo cisternas en las que fluye el agua viva; ellos son vasijas vacías en las que Dios derrama su salvación. La idea de recibir implica un sentido de realidad, haciendo la cuestión una realidad. Uno no puede recibir muy bien una sombra; nosotros recibimos lo que es substancial: así es en la vida de fe, Jesús es un mero nombre para nosotros, una persona que vivió hace mucho tiempo, ¡hace tanto que su vida es ahora solamente una historia para nosotros! Por un acto de fe Jesús llega a ser una persona real en nuestro corazón. Pero recbir también significa aferrarse o tomar posesión. Lo que recibo llega a ser de mi propiedad: Yo me apropio de lo que me es dado. Cuando recibo a Jesús, Él se convierte en mi Salvador, tan mío que ni la vida ni la muerte serán capaces de alejarme de Él. Todo esto es recibir a Cristo, tomarlo como el don gratuito de Dios; recibirlo en mi corazón, y apropiarme de Él como mío.
La salvación puede ser descripta como el ciego recibiendo la vista, el sordo recibiendo la audición, el muerto recibiendo vida; pero no sólo hemos recibido estas bendiciones, hemos recibido a CRISTO JESÚS mismo. Es cierto que Él nos dio vida. Nos dio perdón del pecado; nos dio la justicia imputada. Estas son todas cosas preciosas, pero no estamos contentos con ellas; hemos recibido a Cristo mismo. El hijo de Dios ha sido derramado en nosotros, y nosotros lo hemos recibido, y nos hemos apropiado de él. ¡Qué gran corazón debe tener Jesús, porque el mismo cielo no puede contenterlo!

Spurgeon

domingo, 12 de febrero de 2012


¡Señor, dichoso el hombre que confía en ti! (Sal 84,13)

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