lunes, 27 de septiembre de 2010

Discípulos de Cristo


“Y (Jesús) decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame.” (Lucas 9:23)

¿Alguna vez te has preguntado qué quiso decir Jesús con estas palabras? ¿A qué se refería cuando hablaba de cargar nuestra propia cruz? Si analizamos este versículo podemos observar que la finalidad es 
seguir al Maestro y el primer paso para ello es querer hacerlo. 

Los judíos en el tiempo de Jesús utilizaban la palabra “seguir” (en griego akaloutheo) para referir a los jóvenes que dejando su familia 
seguían a un rabí (maestro). A ese rabí daban toda devoción y lealtad, el rabí era en cierto modo como un amo, a quien servían y a quien escuchaban con atención. Su mayor deseo era aprender de él e imitarlo fielmente. Los seguidores estaban tan involucrados con su rabí que compartí an todo: tiempo, alimento, alojamiento, incluso el propio destino, sea de pena o de gloria.

Cuando Jesús dijo las palabras de Lucas 9:23, los discípulos ya sabían que su Maestro era el Mesías y cómo terminaría, pues Pedro lo había confirmado y Jesús acababa de anunciarles su muerte.

En estas circunstancias Jesús invita a sus discípulos a renovar su compromiso individual de seguirlo: “Si 
alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame”

¿Qué significa esto para nosotros hoy? Seguir al maestro implica 
negarse a sí mismo, dejar de lado el yo, subordinar al Maestro y su causa cualquier tipo de interés personal, incluso los más profundos y ocultos anidados en el interior de nuestro propio inconsciente humano. El tomar la cruz no es un hecho aislado en la vida del discípulo de Cristo, pues el versículo ya lo indica claramente: “Si alguno quiere venir en pos de mí… tome su cruz cada día”.

Este es un desafío cotidiano, que todo cristiano debe enfrentar a diario, cada vez que comienza un nuevo día, sin importar el resultado de la batalla del día anterior deberá alistarse para negarse a sí mismo una vez más. 

La negación del yo y la carga de la cruz van de la mano y difícilmente pueden separarse. Lo primero implica un cambio de actitud frente a la vida, y como estamos dispuestos a vivirla (¿para mí mismo o para Cristo?), lo segundo implica pasar a la acción, con la actitud correcta poder llevar a la práctica lo que he decidido en mi corazón. Los cristianos nos quedamos muchas veces en lo primero. Racionalmente negamos el yo, deseamos subordinarlo a Cristo y dejarnos llevar, pero cuando llega el momento de actuar, nos resulta difícil pasar de la comodidad de la teoría de la negación a la acción de cargar la cruz.

Internalizar la negación del yo es todo un proceso que comienza con la conversión de la persona y necesita tiempo de madu ración y puesta en práctica, no es posible de lograr sin la asistencia del Espíritu Santo. El grado de compromiso con la causa y su Maestro se ven claramente reflejadas en cuántas veces a diario, dejamos de lado lo que nos ocupa y dedicamos nuestro tiempo, esfuerzo y energías a cargar una cruz en beneficio de otro y en pos de la causa de aquél que la cargó primero.

Si esto nos pesa, no podemos decir que somos verdaderos discípulos de Cristo. Pues podríamos tal vez con nuestras propias fuerzas y duro empeño “soportar” algún tiempo todo esto de la negación y la carga de la cruz, pero llegará un punto en donde ciertamente dejaremos de seguir al Maestro. Nadie que 
siga a Cristo por obligación puede ser apto para el reino de Dios.

El verdadero discípulo es aquél que enfrenta con gozo el diario desafío de vivir con y para Cristo, es aquél que tiene convicción de que no hay nada por lo que valga la pena vivir y morir que no sea la causa de su Maestro. A un discípulo así no hay tormenta que lo asuste ni trabajo que lo canse, pues de todas las ofertas que hace el mundo y de todas las causas nobles por las que podría luchar, ha elegido una que trasciende su propia existencia humana y tiene implicancia eterna: la causa de Jesucristo: 
reconciliar al hombre con Dios. 

lunes, 13 de septiembre de 2010

EL VERDADERO REY RECUPERA SU TRONO


La primera bendición y la primera orden del nuevo rey.
Mateo 28:18-20
En la antigüedad, cuando un nuevo rey estaba listo para ascender al trono, la tradición requería una ceremonia de gran pompa y poder. En medio de un esplendor real, el soberano se adelantaba para recibir los símbolos de su autoridad: una corona, un cetro o un trono. El rey anterior ya no estaba. O había sido derrotado, o estaba muerto. El nuevo soberano era ahora elevado a su situal para gobernar desde ese momento en adelante todo el territorio bajo su dominio.
La resurrección y entronización de Jesús.
     En este punto, el más alto del Evangelio según Mateo, Jesús el rey ha derrotado finalmente al “príncipe de este mundo”. En la cruz y en la resurrección él ha despojado a Satanás de su poder, y ahora – resplandeciente en su gloria -, les habla a sus seguidores como quien ha sido entronizado por sobre todos los poderes del mundo: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra”.
     La primera orden de este nuevo Rey Jesús es la de ir y “hacer discípulos a todas las naciones”, lo que es a su vez la primera bendición del Rey entronizado. Es una bendición que promete compartir su poder, y la responsabilidad de hacer valer el legítimo reinado de Dios sobre la creación. Es también la bendición de su presencia. El sin duda estará con nosotros siempre, “hasta el fin del mundo”.
     Los seguidores del Rey Jesús llevan ahora las buenas noticias a todas las naciones, noticias que proclaman que el reino ilegitimo de Satanás llega a su fin, que la victoria de Jesús ya ha sido lograda. Y también las buenas nuevas de que toda la gente de todas las naciones pueden ahora comenzar a obedecer todo lo que él ha mandado.
Preguntas vitales: Haga una lista de las formas en que usted ve o percibe el reinado de Jesús hoy en día. ¿Tiene esto importancia para los que llevan las buenas nuevas a todas a las naciones?

Desafio Peniel

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