miércoles, 24 de noviembre de 2010

Jesús enseña a orar a sus discípulos diciendo Padre y Reino



En medio de su actividad salvífica aparecen momentos precisos en los que Jesús nos enseña a orar. Precisamente porque no es posible resistir de manera constante a lo que se opone a la realización histórica del reino sin esta relación perenne con el Padre: “cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto” (Mt 6,6).
Estar frente a Dios es dejarse inundar de la confianza amorosa que Él nos tiene como Padre, su mirada nos ayuda a descubrir el misterio inmenso de la pequeñez de nuestra condición humana. Nuestra impotencia se convierte en la debilidad fortificada, nuestra inseguridad se vuelve certeza de poner los pies en la roca firme, sentir nuestra mirada en Dios es descubrir su mirada cariñosa y tierna que nos toca el interior con ternura y delicadeza sin tener que advertirle que El acaricia nuestras heridas, nuestras debilidades, nuestra parte vulnerable y vulnerada a sabiendas que no es necesario advertirle que tiene que cuidar de nuestras fragilidades.
La manera como se relaciona Jesús con Dios es filial: Dios es Padre. Es así como Jesús enseña a sus discípulos a orar, haciéndoles descubrir en principio la filiación con Dios en la experiencia de la oración. Esta no debe ser saturada de palabras, pues “el Padre sabe lo que necesitan” (Mt 6,7). La oración del Padre Nuestro nos manifiesta el modo que tenía Jesús para relacionarse con el Padre, con el “abba”: “Denominación de Dios no empleada ni por el A.T. ni por el judaísmo posterior, pero característica del lenguaje de Jesús”.5 Así nos enseña a orar Jesús con nuestro “Papa”, nuestro “Papito”.
El discípulo está unido a Jesús y su misión de realizar el reino pidiendo que Dios lo haga posible al decir: “venga tu reino” (Mt 6,10).
Jesús nos enseña que el momento de la oración es para pedir lo fundamental: el pan cotidiano; pedir perdón y comprometernos a perdonar (Mt 6,11-12). Cuando se ora pedimos no caer en la tentación y también que Dios nos libre del mal (Mt 6,13). Dicho brevemente, orar es pedir al Padre que su proyecto, su gran sueño se haga realidad en nuestra vida, la historia y la creación. Por esta razón, orar es vivir esa filiación con Dios que nos da y nos invita hacer posible su reino.
El Padre Nuestro es muy probable que sea una de las oraciones que se dice universalmente en la mayor parte de lenguas y que une en el sentimiento a la pluralidad de las culturas, las ideologías y las diversas opciones políticas de la humanidad. Están cifrados en la oración del Padre Nuestro, los anhelos y esperanzas que aún no están consumados en nuestra historia: la plenitud ofrecida por el Padre y que Jesús ya ha comenzado, sabiendo que es un don del Padre que se nos dará definitivamente al final de los tiempos.
La oración es una experiencia de filiación con el Padre y con Jesús a través de su Espíritu. Orar es un ejercicio de entrar en nuestro aposento para encontrarnos con Dios y pedir el Reino, lo que significa pedir que se realice su voluntad en todo lugar, en la humanidad y la creación toda entera; orar es pedir pan y comunión, es pedir el bien y que el mal que se engendra en nuestro corazón y se expande en la sociedad y la historia sea desterrado. Orar no es escaparse del mundo sino convertirlo en una ofrenda a Dios que es su principio y fundamento. Orar es pedir para recibir, buscar para hallar, tocar a la puerta para que Dios nos la abra: “Porque el que pide recibe; el que busca, halla, y al que llame a una puerta, le abrirán” (Mt 7,8).
Pedimos con confianza porque el Padre que está en los cielos da cosas buenas a los que se las pidan (Mt 7,11), sabiendo que todas ellas están ordenadas para hacer su proyecto.
La oración es imprescindible en el anuncio y la realización de la buena noticia del Reino, no es simplemente un aditivo, ni tampoco podemos suprimirla si somos discípulos de Jesús. Oramos para vivir la filiación con Jesús, con Dios, acogiendo el don del reino para que sea posible en la historia. En definitiva, la oración es para el discípulo de Jesús el agua viva que emana de la relación íntima con él para entregarnos amorosamente en la realización del proyecto del Padre.
Jesús proclama y principia el reino de Dios con curaciones, expulsión de los demonios, acogiendo a los pecadores, multiplicando los panes, revivificando muertos pero también orando. Es decir, si todo su haber y su poseer está orientado para hacer posible el reino de Dios, la oración es la fuente primaria que irradia de vitalidad su entrega al proyecto del Padre6.
Jesús ora lo que vive. Ante la impotencia de recoger los frutos del reino en la historia es necesario la colaboración de los obreros e invita a pedir por esta causa.
La oración es para pedir obreros para hacer la cosecha del Reino, porque la cosecha es grande y los obreros son pocos: “Por eso rueguen al dueño de la siembra que mande obreros para hacer la cosecha” (Mt 9,35-38).
Jesús tiene un trato cercano, espontáneo e inmediato con el Padre, a tal grado que no hay secretos para el Padre porque le revela sus sentimientos, sus pensamientos más íntimos y puede orar exclamando: “Padre, Señor del cielo y de la tierra, yo te alabo porque has mantenido ocultas estas cosas a los sabios y prudentes y las revelastes a la gente sencilla. Si, Padre, así te pareció bien” (Mt 11,25). Jesús expresa de manera clara su filiación divina con el Padre, no hay nada que viva Jesús que el Padre no lo sepa, es una relación amorosa sin límites, pero también expresa que la buena noticia del reino es para los desdichados, los que no son sabios, ni inteligentes sino los pequeños.
Orar es levantar el pan al cielo, bendecirlo, multiplicarlo y compartirlo solidariamente con aquel que no lo tiene (Mt 14,18-21). Este es un gesto de Jesús que impresionó mucho a las primeras comunidades cristianas porque lo recuerdan en todos los evangelios (Mt 14,18-21; Mc 6,34-44; Lc 9,12-17; Jn 6,1-13), no en vano el Reino se compara con un banquete.
Jesús se retira a orar, sabe cuándo tener este encuentro íntimo y filial con el Padre. Después de andar con su pueblo, proclamando la buena noticia del reino con muchos signos visibles no olvida ir a este encuentro con el Padre. Esto es evidente después de hacer la multiplicación de los panes: “Inmediatamente obligó a los discípulos a subir a la barca y a ir por delante de él a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar; al atardecer estaba sólo allí” (Mt 14,22-23).
Seguramente que hablaba con el Padre de su misión, de su tarea apasionante de proclamar la llegada del reino. El encuentro con el Padre también era muy probablemente la ocasión para expresar sus grandes preocupaciones, sus frustraciones, sacar de su interior los fantasmas que le agobiaban7, dicho brevemente, cuando Jesús oraba era un momento de filiación privilegiada en el que se depositaba sin reservas en el Padre, porque lo amaba apasionadamente y vivía para hacer posible su voluntad: el reino.
3. Jesús ora teniendo los pies en Palestina y el corazón en el Padre
¿De dónde le viene tanta fuerza y vitalidad para encarnarse en su pueblo? Mucha gente le sigue de las regiones de Judea, de Jerusalén, de Idumea, del otro lado del Jordán, también de los territorios de Tiro y de Sidón. La gente se agolpaba en torno a él porque “al ver cómo sanaba a no pocos enfermos, todas las personas que sufrían de algún mal querían tocarlo y, al final, lo estaban aplastando. Incluso los endemoniados, cuando lo veían, caían a sus pies y gritaban: ‘Té eres el Hijo de Dios’. Pero él les mandaba enérgicamente que no dijeran quién era” (Mc 3,10-12).
La proclamación del Reino de Dios se nutre y es mantenida por la relación filial con El Padre. Hay una relación de cercanía, intimidad filial que trasciende en lo que vive y lo que hace Jesús al iniciar el reino de Dios en medio de su pueblo en Palestina y en la historia. Solamente con esa intimidad con el Padre es posible hacer lo que hace. No podemos dudar que en el corazón de Jesús está el Padre y el reino.
Un hecho importante es que Jesús enseñó a orar a sus discípulos, pero hay que destacar también que éstos a su vez transmitieron a las primeras comunidades cristianas lo que Jesús les enseñó8: la relación filial con Dios a través de la oración de manera auténtica, verdadera, sin falsedad y sin jactancia (Lc 18,1ss.) y tener la apertura a lo definitivo, la salvación, la realización del reino de Dios que ha principiado con Jesús y que acaecerá cuando la exclamación “maranatha9 se haga realidad.
Orar es pedir al Padre sálvanos:
“De aquí que la oración cristiana esté motivada por la acción salvadora definitiva de Dios y esté igualmente orientada a esta acción última de Dios; es una oración escatológica”10.
Jesús ora viviendo su filiación con Dios en la que se trasfigura (Lc 9,28). El Padre se complace escuchando al Hijo: “Este es mi Hijo, el Amado, al que miro con cariño; a él han de escuchar”. (Mt 17,5). El Padre se complace en el amor del Hijo y su fidelidad en la realización de su proyecto.
Oramos diciendo Padre y Reino encarnándonos en el mundo, pidiendo que el mundo sea transfigurado definitivamente.
La filiación con Dios nos “transfigura”, nos transforma, nos convierte. La humanidad, la creación destellan y cristalizan lo nuevo, lo bello, como un anticipo de lo que llegará a ser. Esta transfiguración es transitoria pero es preludio de nuestra transfiguración definitiva.
Una de las afirmaciones de Jesús es que Dios escucha nuestras oraciones con seguridad, sin dudar, ni poder dudar: “Así mismo, si en la tierra dos de ustedes unen sus voces para pedir cualquier cosa, estén seguros que mi Padre en los cielos se la dará” (Mt 18,19).
El Padre nos da cosas buenas y la cosa más buena que nos puede ofrecer es la creación libre de mal, de pecado y de muerte, es decir, la creación según sus sentimientos, según su proyecto.
Uno de los momentos más densos, teológicamente hablando, de la vida de Jesús es cuando el instituyó la Eucaristía; ésta es la acción de gracias más importante que él hizo porque se ofreció a sí mismo, asumiendo la misión de la redención universal expresada por Isaías en los Cánticos del “Siervo de Yahveh” (Is 42,6; 49,6; 53,12), sellando la alianza “nueva” y definitiva entre Dios y la humanidad. De esta manera concluyen las comidas de Jesús con sus discípulos, anunciando al final el banquete escatológico: “Y les digo que no volveré a beber de este producto de la uva hasta el día en que beba con ustedes vino nuevo en el Reino de mi Padre” (Mt 26,29).
La oración de Jesús es continua, Jesús ora durante todo el proceso de la predicación y la realización de la Buena Noticia del Reino. El anuncia y comienza el reino orando, viviendo esa filiación con el Padre en todo momento de su misión salvadora, aún en el preludio de su pasión y su muerte.
Jesús ora en el monte, en medio de la gente, al caminar y agradecer a Dios Padre por revelarse a los pequeños, también ora mirando desde la cruz hacia Jerusalén.
Orar es vivir esa experiencia de vaciamiento en Dios depositándose sin reservas en El y al mismo tiempo dejarnos imbuir de su presencia que es la que en definitiva nos transfigura y transfigura la realidad de acuerdo a su sueño. No podemos perder de vista la posibilidad de situarnos en esa filiación con resistencias o bien siendo reticentes, podríamos incluso renunciar a que Dios haga su obra en nuestra vida, en nuestra historia, por esta razón es importante recordar que Él no puede obrar en contra de nuestra libertad. Desde esta actitud de resistirse a la invitación de Dios, podemos afirmar que no hay ámbito de la persona, de la vida que esté al margen de la filiación con Dios, ni de su proyecto. Por esta razón es necesario situarnos en plena disposición para que Dios se haga presente en nuestra vida, nuestra existencia, nuestra sociedad, sólo así podemos acoger y realizar el don del reino.
4. Jesús ora glorificando al Padre de cara a su pasión y su muerte
Jesús se deposita radicalmente en esa relación filial con el Padre en el preludio de su pasión y su muerte, sin embargo, no podemos eludir el hecho de ver su pasión por el reino del Padre obnubilada por la cruz.
En el evangelio de Juan se expresa con gran densidad teológica esa relación de Jesús con el Padre y la obra que Él le ha encomendado al Hijo:
“Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que según el poder que le has dado, sobre toda carne, dé también vida eterna a todos los que tú le has dado. Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo fuese” (Jn 17,1b-5).
La gloria de Jesús es la gloria del Padre. Jesús nos revela el Padre, Jesús haciendo la obra de su Padre, de su proyecto ha hecho posible la mayor gloria del Padre.
Jesús nos enseña al orar su amor absoluto por lo que es fundamental para él: la filiación a Dios y pedir que “venga” su Reino; oramos como Jesús si nos adherimos en esa filiación con Dios Padre y si pedimos el reino acogiéndolo.
Jesús al orar dialoga fácilmente con el Padre sobre lo que él vive, lo que le acontece. Habla con el Padre de sus temores, del miedo radical ante la muerte, le expresa sus angustias, sus deseos mas hondos de evitar la muerte: “Padre, si es posible, aleja de mí esta copa. Sin embargo, que se cumpla no lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Mt 26,39). Quién sino el Padre puede consolar el corazón de afligido de Jesús cuando estaba cansado y agobiado en la misión de iniciar el reino, quién sino el Padre puede acogerlo en la persecusión, en los momentos de angustia cuando vivía los oprobios y los improperios, quien sino el Padre puede escucharlo y consolarla ante la muerte. La voluntad del Padre es que acaezca el reino, el cual se realiza a pesar del rechazo violento del Hijo condenado a morir en la cruz. La fidelidad de Jesús al Padre, a su proyecto salvífico del mal, del pecado y de la muerte trae como consecuencia su muerte injusta en la cruz.
Dios Padre es quien acompaña al Hijo hacia la cruz y no lo abandona en el momento de sentir su cuerpo flagelado, escarnecido por la injusticia, el mal y la muerte.
Jesús ora desde la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46). Jesús expresa en esta oración su angustia desgarradora que precede el último grito antes de su muerte. Sin embargo, en el momento de su muerte Jesús se deposita definitivamente en el Padre, el dijo: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu” (Lc 23,46). Después de esto expiró. No cabe duda que la pasión por el reino del Padre llevó a Jesús a su pasión en la cruz.
Desde la cruz podemos percatarnos que Dios es nuestra fuente de vida, nuestro consuelo y nuestro protector. Dios es nuestra esperanza, nuestra ansia de depositarnos sin medida y sin límites. Sólo Dios puede inspirar la confianza absoluta sin miedo a la infidelidad, ni el abandono. Hablar con Dios es desnudarnos sin pudor ni temor al prejuicio, mostrando todas nuestras fragilidades, y en el momento de la pasión, de la cruz en nuestras vidas es dar lugar al total abandono en El.
La pasión y la muerte de Jesús en la cruz nos hace descubrir el sentido hondo y radical de su entrega sin límites al proyecto del Padre, proyecto que principia en la filiación amorosa con el Padre. La pasión por el Padre y su reino no culmina en la cruz. Si fuese así, nosotros estaríamos huérfanos y sin horizonte.
El aparente fracaso de la nueva humanidad y la nueva creación se convierte en vida con la resurrección de Jesús. Después de la resurrección de Jesús su presencia se perpetúa en medio de nosotros: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta que se termine este mundo” (Mt 28,20).
Si Jesús es el camino al Padre, la vida en plenitud, su verdad aparece en su máximo esplendor en la resurrección. Podemos entender entonces, lo que significa su misión como el mediador definitivo para que el Padre realice su proyecto del reino: la nueva humanidad, la nueva creación, es decir, los cielos nuevos y la tierra nueva.
En la actualidad, la oración nos ayuda a conocer a Jesucristo para más amarle y para más seguirle en la proclamación de la buena noticia del reino del Padre que Jesús mismo inició y que tendrá su realización definitiva al final de los tiempos.

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